República de Cromagnon con dos de mis grandes amigos a ver a
Callejeros –una banda que seguíamos-, o ir al cumpleaños de un amigo algo más
lejano. Decidí ir al cumpleaños. También recuerdo la mañana del 31 de diciembre
cuando parte -sólo una parte- de mi desesperación se terminó al saber que mis dos amigos, y mi primo,
estaban bien. Lamentablemente no fue el destino de todos y todas.
La tragedia de
Cromagnon transformó en opaco el brillo de 194 jóvenes que sin saberlo asistieron
a su último recital. Dejó lágrimas desparramadas en familiares, amigos y
sobrevivientes. Pero también dejó un imperativo categórico: que no se repita Cromagnon. El rock
aplicó rápidamente ese imperativo y en los recitales los colores de las bengalas
se reemplazaron por la luz del recuerdo de los 194 pibes y pibas.
Quizás con alguna resonancia agambeniana podría decirse que
los únicos testigos integrales de Cromagnon, los únicos que podrían contar
acabadamente lo que allí sucedió son los que hoy no están. A pesar de ello
siempre atraparon mi atención algunas de las voces utilizadas para narrar lo sucedido: “encierro”, “oscuridad”, “desesperación”,
“angustia”, “no saber qué hacer”, “más gente que la permitida”, “dificultad
para encontrar la salida”, “culpa por quienes quedaron dentro.” Estas voces se
utilizaron para describir lo sucedido aquella noche del 30 de diciembre de
2004, pero podrían bien emplearse para pintar
el encierro en prisión. Ese encierro que algunos –quizás atravesados por un
dolor inconmensurable- exigen para los músicos de Callejeros. Que no se repita Cromagnon implica esforzarnos
para que no sea necesario volver a pronunciar ni escuchar esas voces, que explican a gritos lo sucedido
aquella noche y que volverán como un constante susurro si los músicos vuelven a
ser encerrados.
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